La existencia en nuestros sistemas educativos de una larga tradición intelectualista que confiere a las habilidades académicas (lenguaje oral, cálculo, ciencias) mayor prestigio pedagógico, tendencia acentuada en los años 90 por la circulación en la escuela de mensajes asociados a la lógica del mercado y la competencia laboral que la escuela debe desarrollar como parte de su tarea propedéutica.
La persistencia del imaginario dualista que ha conferido al cuerpo el papel de herramienta al servicio del espíritu o del psiquismo, asignándole por tanto a la educación física, un carácter compensatorio o catártico, que predispondría mejor al niño a los aprendizajes intelectuales.
La tradición didáctica consistente en centrar la atención de los actores en la transmisión de contenidos y no en los sujetos que enseñan y aprenden, deshumanizando el acto educativo: escuelas sin sujeto son, en primer lugar, escuelas descorporalizadas.
La escuela concebida como lugar de trabajo más que como lugar de vida ha generado una cultura del estar quieto, una suspensión momentánea de intereses y pulsiones de los sujetos actuantes.
La concepción conductista del aprendizaje humano entendido como reproducción de la tradición, más que como creación1, ha relegado a los saberes previos del sujeto (entre ellos y particularmente a los corporales) al papel de obstáculo para el desarrollo y el aprendizaje.
En tanto la escuela ha reproducido la estructura autocrática de poder, ha funcionado como dispositivo disciplinante y de control social. Siendo el cuerpo y el movimiento, los principales e inmediatos vehículos de la expresión y comunicación de deseos y necesidades, el lenguaje del cuerpo no podía tener mucha suerte.
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